Lo único que aprendemos de la historia es que no aprendemos de la historia (Hegel)

miércoles, 2 de febrero de 2011

Catástrofes de la prehistoria (y del futuro)

Desde que se desató la polémica generada por las advertencias científicas acerca del riesgo de un importante cambio climático, allá por los años ochenta, se han multiplicado los estudios paleontológicos y arqueológicos sobre la evolución de los seres vivos en el planeta, o sobre la relación que nuestra especie ha sostenido con su entorno desde la aparición del género Homo.

Conocer los ciclos climáticos anteriores y sus efectos representa, evidentemente, un punto de apoyo para medir las oscilaciones actuales y prever sus consecuencias. Menos rigurosa parece la presunción de que por atisbar el comportamiento del Hombre en el pasado podamos sacar conclusiones sobre cual pueda ser su actuación en el futuro. Pero lo cierto es que este prejuicio está marcando no sólo las líneas de trabajo de muchos investigadores, sino la toma de posición académica a la hora de aceptar o rechazar las diversas teorías elaboradas a partir de los datos observados. Del mismo modo que el debate sobre el cambio climático ha trascendido lo científico para convertirse en un objeto de lucha política y ambiciones económicas, la historia ecológica también se ha visto condicionada por perspectivas e intereses ajenos a su propio campo.

Pues editada en Cataluña tenemos una contribución muy importante, y rigurosa, a este debate: la del profesor Jordi Estévez en su libro Catástrofes en la preshistoria (Barcelona: Bellaterra, 2005).


El rigor de que hablo no deriva tanto de sus conclusiones -que han de ser trabajadas y discutidas, como para toda buena aportación científica, y cuya validez no soy capaz en absoluto de juzgar- sino de la impecable exposición que hace de sus hipótesis, datos y opiniones. Sin rehuir el debate teórico, nos resume las principales tomas de posición habidas sobre el tema, las metodologías de estudio seguidas hasta la fecha, propone diversos casos de estudio, con gran conocimiento de la materia aporta datos para descartar las hipótesis con las que no está de acuerdo, y sostiene las propias, sin hacer perder en ningun momento el interés que suscita el tema. Un desarrollo canónico para llevar hasta el público una serie de investigaciones de rango científico, que podría servir como modelo de redacción de trabajos universitarios en cualquier facultad.

Jordi Estevez nos presenta dos grandes líneas argumentales. Por un lado, la necesidad de replantearse el paradigma "gradualista", según el cual, todo cambio importante en la naturaleza se produce mediante una larga serie de adaptaciones que equilibran los efectos del medio sobre especies que coexisten y se interrelacionan. Defiende, en cambio, la propuesta de que las crisis súbitas (en términos geológicos, claro), lo que a escala humana denominamos "catástrofes", ha podido jugar un papel tan o más relevante si cabe a la hora de forzar la evolución de las especies y la transformación de los ecosistemas.

La segunda línea argumental trata de dilucidar si la presión humana tuvo algo que ver con la desaparición de las grandes especies de mamíferos que parece haberse dado en todos aquellos lugares donde estos animales y el Hombre no habían coexisitido durante largo tiempo. Se trataría de averiguar cual pudo ser el agente causal más importante de estas extinciones: los cambios climáticos postglaciares o el Hombre, ya que la expansión del Homo sapiens moderno se produce coincidiendo con aquellos.

Para dar respuesta a la primera tesis, el autor hace un repaso, tanto de las teorías existentes como de estas grandes catástrofes que se han producido en un pasado remoto para nosotros. Habla de los cambios bruscos del clima, de los efectos devastadores causados por los meteoritos y las mediciones del paleomagnetismo que permiten comprobarlo, de los efectos del vulcanismo y, sobre todo, de las megaerupciones que asolan la tierra cada 600.000 años (como media) y que últimamente se han puesto tan de moda en los ambientes científicos; sin olvidar las irrupciones repentinas de grandes masas de agua en Canadá o el Báltico, de los terremotos y tsunamis, recordando los más destructivos. Todos ellos le llevan a postular la importancia que varios de estos fenómenos han podido tener en la histórica biológica del planeta, pero, al mismo tiempo, también intenta relativizar las posibilidades de establecer relaciones automáticas entre grandes cataclismos físicos y transformaciones radicales en la vida de las especies o la existencia humana. Incluso frente a los cambios climáticos más generales, plantas y animales demuestran tener grandes capacidades de adaptación. Sabemos, por ejemplo, que el mamut siberiano, siempre asociado con la época de las glaciaciones, pudos sobrevivir en interludios cálidos hasta en la Península Ibérica, con temperaturas muy similares a las actuales. Su idea general es que la intensidad del impacto depende siempre del contexto, de la naturaleza de los ecosistemas o de las formaciones sociales sobre las que da.

Pero seguimos teniendo pruebas de la existencia de cambios bióticos muy bruscos en la historia más reciente del Planeta. Por eso el autor se adentra en la segunda línea argumental, para tratar de averigüar quien pudo haberlos causado. Utiliza para ello un ejercicio comparativo entre diversos casos de estudio que presentan características similares: la extinción del mamut eurosiberiano, la extinción de la megafauna americana coincidente con la entrada del hombre por el estrecho de Bering, la extinción de otras especies de mamíferos de tamaño grande o regular en diversas islas del Mediterráneo, sus propios estudios arqueológicos sobre los antiguos pobladores de la Patagonia, el extraño lapso de tiempo en que numerosos entornos del sur de Europa y el Mediterráneo aparecen vacios de presencia humana (por ejemplo la cornisa Cantábrica española) hacia finales del periodo glacial, o la misma extinción de los Neandertales.

Como se ve, un bagaje científico no pequeño para comenzar a extraer conclusiones. En algunos casos, como en la desaparición de los Neandertales, las preguntas siguen i seguirán durante algún tiempo sin respuesta, pero, en otros, nustro investigador adelanta ya hipótesis que sostiene sobre una rigurosa crítica metodológica a las aportaciones de otros compañeros, y un abundante caudal de informaciones propias.

La extinción del mamut siberiano y de la megafauna americana no se produce de manera uniforme siguiendo las pautas de un cambio climático que acompañaría al final de las glaciaciones. Por el contrario, el mamut es capaz de reaparecer en zonas que se habían despoblado y también es capaz de evolucionar y sobrevivir en condiciones mucho más precarias que las actuales. En cambio, su desaparición viene a coincidir con los sucesivos saltos producidos en la ocupación humana, esta vez si, vinculados al retroceso de las zonas glaciares.

Sobre el papel jugado por el hombre en la extinción animal planea también otra cuestión ideológica que oscurece el debate científico. Numerosos intelectuales han venido defendiendo desde hace dos siglos que el desequilibrio entre Hombre y Naturaleza es un resultado del modo de vida urbano implantado con la Revolución Industrial. Que formas de vida más simples buscan, de manera intuitiva, un equilibrio natural que impida la explotación excesiva de los ecosistemas y el exterminio de las especies. En Estados Unidos, por ejemplo, estas mismas posturas están contaminadas por el debate político respecto a la imagen que se tiene de los indígenas americanos. Muchos creen que acusar a los pueblos cazadores-recolectores de explotar intensivamente sus sistemas y de exterminar poblaciones animales no haría sino enturbiar la imagen de la población nativa del territorio, y los pondría a la misma altura de la explotación capitalista que se hace actualmente del suelo ameriano. Como si la justificación del expolio a que fueron sometidos por los pueblos europeos hace apenas unos siglos dependiera de su mejor o peor comportamiento anterior con la Naturaleza.

En el caso de la megafauna americana, Jordi Estévez defiende dos fases de ocupación humana del territorio americano. Una primera donde grupos muy dispersos recorren el territorio explotando las grandes especies animales, como fuente abundante y fácil (relativamente) de aprovisionamiento. Una segunda, en que los grupos humanos se densifican y complican su cultura y adiestramiento y donde las presiones sostenidas sobre estas especies hacen totalmente imposible que puedan sobrevivir. El autor se enfrenta así, también, con las teorías de una "guerra relámpago" llevada por el hombre contra los grandes animales. No cree que se trate de un impacto brutal que acompañe indefectiblemente a la aparición de toda presencia humana, sino del resultado de las formas de implantación de ese ser humano, de las formaciones sociales a que da lugar y de la tecnología que utiliza. Los estudios sobre las extinciones en las islas le sirven, en todo caso, para destacar el papel relevante de la caza, muy por encima de las alteraciones que pueda introducir el hombre en el medio como la quema de bosques o la difusión de enfermedades epidémicas.

Y tratando de explicar el tema de la desaparición o modificación de los yacimientos humanos en la cornisa Cantábrica durante breves etapas del periodo postglaciar, llega también a la conclusión de que tuvo mucho que ver con súbitos enfriamientos parciales del clima en medio de periodos más templados, que afectaron a una fauna ya sometida a una tremenda presión antrópica debido a la caza. Esto conllevó también la dificultad para mantener asentamientos de cazadores-recolectores en lugares donde antes la subsistencia era más fácil.

Para todos estos casos se han dado explicaciones que consideran primordiales alteraciones climáticas o del medio natural y donde él consumo humano de carne vendría a ser únicamente un coadyuvante final de dinámicas que se hallaban en marcha. Jordi Estévez, apoyándose en los datos anteriores propone, en cambio, la lectura contraria. Es la caza humana la que origina una de esas crisis súbitas que se dan en el planeta y la que provoca recientemente la extinción de los grandes mamíferos. Como esto no sucede en unos pocos años, a veces viene a coincidir con ciclos climáticos extremos de corta o larga duración que vienen a dar la puntilla a unas especies en franco declive.

Tendríamos, pues, que el Homo Sapiens es capaz de grandes alteraciones ambientales ya en las primeras etapas de su expansión y con las tecnologías más primitivas que pudo haber desarrollado. Que su impacto, por lo que hace a algunos ecosistemas concretos, pudo ser mayor que cualquier otra causa de origen abiótico o biológico. No somos agentes pasivos sometidos al predominio de lo climático, lo astronómico o lo geológico, sino actores con enormes capacidades de transformación.

Constatar que esto ya se producía con nuestros primeros ancestros, no debe presuponer que sigamos haciéndolo en el futuro. Dependerá de nuestra capacidad de gestionar habilidades tecnológicas, y de los equilibrios del entorno, pero puede servirnos para conocer mejor nuestra posición en el Planeta. En todo caso, los intereses, miedos o prejuicios sobre el futuro no deberían condicionar a los arqueólogos en su capacidad de observar el pasado y establecer hipótesis sobre lo ocurrido.

1 comentario:

  1. En cuanto al cambio climático (y los que ha habido anteriormente) no se suele hablar -en niveles divulgativos- de la precesión de los equinocios, que es un fenómeno constante en largos períodos astronómicos y que por fuerza tienen que producir cambios climáticos.

    ResponderEliminar