Lo único que aprendemos de la historia es que no aprendemos de la historia (Hegel)

miércoles, 23 de febrero de 2011

Nos fué de poco.... El Ejército ante el golpe del 23-F

Se cumplen ahora treinta años de la intentona de golpe de estado protagonizada por Tejero, Armada y Milans del Bosch el 23 de febrero de 1981. Son numerosas las cosas que se han dicho desde entonces sobre este acto: que si vacunó la democracia contra el golpismo, que si puso fin al 'ruido de sables' que amenazaba la Transición desde sus comienzos, que si el Rey estaba implicado, que si fué la piedra angular que detuvo el golpe... Para conmemorar el aniversario, se une la voz del ex comandante Gabriel Cardona, uno de los fundadores de la Unión Militar Democrática, profesor de historia y militar en activo durante aquella jornada, testigo directo de lo que era el Ejército español en 1981. Ha publicado el libro Las torres del honor. Un capitán del ejército en la Transición y el golpe de Estado del 23-F (Barcelona: Destino, 2011). Un resumen de sus aportaciones puede verse también en la revista Historia y Vida  (febrero 2011) nº 515, pp. 28-53.



Me gusta leer los trabajos sobre historia militar de Gabriel Cardona porque une a su condición de profesor universitario un conocimiento en primera persona del medio que estudia; esto diferencia sus juicios de los que pueden aportar otros historiadores, y enriquece nuestra perspectiva. Aquí, más que nunca, su condición de antiguo oficial y jefe marca todo el enfoque. y ofrece unos perfiles muy bien descritos de la actitud del Ejército como corporación profesional, y también de muchos de sus integrantes.

El panorama que surge de sus reflexiones no puede ser más preocupante. Todos los que vivimos aquella época sabemos hasta qué punto las ideas y, sobre todo, los valores franquistas estaban arraigados en los cuarteles. Cómo los militares fueron repetidamente manipulados y azuzados por una trama civil que jaleaba el desacato al gobierno y a la voluntad popular surgida con claridad de dos elecciones generales. Pero Cardona añade más elementos a nuestro juicio, y todos ellos bastante intranquilizadores.

Lo más significativo para mí, y seguramente para el autor, es el abandono en que los sucesivos gobiernos de la Transición y la posterior democracia constitucional dejaron a los militares democrátas que habían empezado a tomar conciencia y organizarse antes incluso de la muerte de Franco. Si todos supimos de la persecución organizada contra la UMD, que logró encarcelar y expulsar del Ejército a varios de sus integrantes, y la renuncia posterior a reintegrarlos de los gobiernos centristas y socialistas, pocos pueden hacer un seguimiento tan exhaustivo como Cardona de las escasas personas que tuvieron actitudes claras contra el golpismo, y que sufrieron inoncebibles represalias dentro de los cuarteles -que en algún caso llevaron a la depresión y el suicidio- sin que en las instituciones civiles o en el ministerio de Defensa nadie quisiera darse por enterado. Tampoco está al alcance de todo el mundo llevar un registro sistemático de las políticas de ascenso al generalato practicadas desde la muerte de Franco hasta el final de siglo, en donde destacadas figuras de la ultraderecha militar fueron promocionadas en detrimento, a veces, de otros jefes más profesionales y dispuestos a acatar el orden constitucional.

Esta actitud inhibitoria de las llamadas 'fuerzas' democráticas contrasta poderosamente con el activismo de la ultraderecha que, derrotada repetidamente en las urnas, no vió más salida para su voluntad de monopolizar el poder que el recurso a otro golpe militar, base sustentatoria de la 'legitimidad' franquista desde el 18 de julio de 1936. Es interesante apuntar los juicios de Gabriel Cardona a este respecto. Considera que si finalmente estas aspiraciones no consiguieron revertir el tránsito a la democracia no fue tanto porque el Ejército se hubiera sometido en buena parte a la evolución política -ya vemos que no- como por el hecho de que, efectivamente, se trataba de un ejército franquista.

Y Franco había querido, durante su dictadura, un Ejército profundamente sumiso a la autoridad, sin ninguna figura destacada que pudiera aglutinar a sus compañeros y disputarle el poder. Unas fuerzas armadas atrasadas técnica e intelectualmente, con generales poco acostumbrados a planificar y pensar en términos políticos. Un Ejército monárquico, como lo había sido durante la Restauración, donde muy pocos estaban dispuestos, de entrada, a ir directamente contra las órdenes del heredero del Caudillo. Sobre todo, un Ejército burocratizado, de altos mandos irritados con la democracia, pero más proclives a protestar verbalmente que a arriesgar una situación profesional y una jubilación que ya veían próxima.

Si el golpe del 23-F fracasa es por un amplio conjunto de razones. Sobre algunas Gabriel Cardona se extiende y juzga con perspicacia. De otras, quizá las más sociológicas y políticas, no se ocupa tanto. El título de su obra ya nos avisa de que no pretende abrir todas las perspectivas, sino sólo aquellas donde fue testigo privilegiado. Una de las causas es la continua interferencia de los diversos planes golpistas que se gestaban por aquellas fechas. Ninguno de ellos estaba suficientemente trabado ni englobaba a todos los que estaban dispuestos a actuar contra la Constitución. Es más, la figura de Tejero, encarnación del furor antidemocrático, pudo incluso ser providencial, ya que su mesianismo y su afán de ser protagonista terminaron por precipitar los planes de quienes habían entrado en relación con él, e hizo que la trama golpista no pudiera estar peor coordinada. Al mismo tiempo, obligó a posponer otros, más violentos y quizá con más futuro. Todo aquello se resolvió en un juego de sobreentendidos, y aún de engaños entre los implicados, en vez de en una acción militar y política coherente.

Otra razón aducida fue la pusilanimidad de muchos de los mandos, particularmente quienes debían hacer actuar a la decisiva División Acorazada "Brunete". Salvo Tejero y Pardo Zancada -los de menor rango-, todo el mundo quería nadar y guardar la ropa. Un militar, mejor que nadie, puede juzgar hasta qué punto muchos de los oficiales y jefes no se comportaron en aquel día como tales, aspecto que ha pasado desapercibido a otros observadores. La falta de decisión, la confianza en que podrían dirigir aquello como un ejercicio de Estado Mayor, fue un handicap que dice mucho de la calidad personal y profesional de los golpistas; quisieron aparecer como los hombres resueltos que no eran.

Pero, de todos modos, el golpe pudo haber triunfado. Todo fue mal, porque podía ir mal, y la improvisada planificación dejaba demasiados flancos al descubierto. Sin embargo, tuvieron que concurrir muchos problemas para impedir que una dirección más osada o la ausencia de algunas casualidades no hubiera llevado a los conjurados hasta el éxito. Porque, enfrente, había muy poca cosa. Un monarca que perfectamente pudo haber estado rodeado de quienes él creía leales consejeros, aunque no lo fueran, como Armada. Una junta de subsecretarios que sustituía al gobierno pero que, en realidad, no tuvo una intervención decisiva. Una policía y una Guardia Civil dirigidas por dos notorios jefes franquistas: el general Sáez de Santamaría, antiguo perseguidor del maquis antifascista en la posguerra, y el general Aramburu Topete, ex miembro de la División Azul, doblemente condecorado al valor por el ejército nazi, quien siempre mostraba on orgullo estas medallas. Un Capitán General de Madrid y un Jefe de Estado Mayor, más rivales profesionales de los golpistas, y fieles a la monarquía instaurada por Franco, que auténticos adeptos a los valores democráticos. ETA agradecería su lealtad asesinando luego a algunos de ellos, revelando así hasta qué punto habían distorsionado sus planes.

Y con los golpistas, por acción u omisión, nada menos que Estados Unidos. No queda duda de que la embajada norteamericana estaba, como mínimo, muy bien informada de lo que iba a suceder. Por entonces los españoles gozábamos de la presencia del mismo embajador que estaba al cargo de la representación en Chile el 11 de septiembre del 73. Las tramas civiles del golpe pudieron haber sido investigadas aquella misma noche, gracias a las conversaciones telefónicas que se pudieron controlar, pero los sucesivos gobiernos de UCD y el PSOE siempre se negaron a hacerlo. Dos bamcos, al menos, estaban detrás de la operación.

En la desarticulación del golpe tuvieron un papel importante las rivalidades personales dentro del generalato, el miedo del secretario real Sabino Fernández Campo a que la presencia de Armada en la Zarzuela eclipsase su protagonismo junto al rey, o la permanente desconfianza que los militares sentían respecto a los civiles de ultraderecha, que les privó del apoyo de activistas y provocadores. El sospechosamente ambiguo papel de los servicios secretos del Ejército contribuyó probablemente a incrementar aún más los recelos. Curiosamente, los militares negaban protagonismo a los civiles por miedo a verse manipulados y traicionados, pero esto no impidió que entre ellos utilizasen esas mismas armas a la hora de embarcar, y luego abandonar, a sus compañeros en la aventura.

El autor no deja de pasar factura también a los partidos y sindicatos democráticos. Es cierto que hubo pocos, contadísimos, militares dispuestos a enfrentarse a los golpistas, pero el profesor Cardona se pregunta dónde estaban los planes de acción de estos supuestos defensores de la Constitución, cuando todos, desde los responsables hasta la militancia, conocían mucho antes que el riesgo de involución violenta existía. Aquella noche, todos permanecieron en suspenso, dejando en manos del rey y las autoridades policiales y militares la resolución del conflicto.

Sobre el papel del monarca, coincide con lo aportado por quienes han estudiado con más profundidad el caso. La actuación de la Zarzuela fue decisiva en aquella noche, y especular sobre una posible actitud del rey favorable a los conspiradores carece de sentido o es interesada, toda vez que desde las primeras horas tenemos testigos de que estaba dispuesto a enfrentarse a ellos. Otra cosa es que la reacción pública fuese quizá demasiado tardía. Es cierto que Juan Carlos no podía aparecer por la televisión -ocupada entonces por los golpistas-, pero había muchos medios de dirigirse al país y al Ejército por radio, de movilizar fuerzas para oponerse al golpe. En este sentido, Cardona compara lo sucedido con la actuación que De Gaulle tuvo ante el golpe militar de 1962, donde delimitó claramente y desde el primer instante los campos de quienes estaban con o contra el estado. Pero, agregaría yo, nadie es culpable de que las circunstancias y el talante personal quizá no fueran los mismos. Se puede actuar correctamente de diferentes maneras y no tenemos obligación de convertirnos en quienes no somos. Está claro que la principal preocupación en aquel momento era saber hasta qué punto la actitud de Milans del Bosch podía contagiarse a las otras Capitanías Generales, imprudentemente encomendadas a notorios franquistas.

Pero el rey sí podría haber tenido un papel en la génesis de la llamada "solución Armada", aunque otros historiadores lo niegan. En el otoño de 1980, la UCD se descomponía, el terrorismo etarra se había convertido en el mejor aliado de la ultraderecha y no cesaba de provocar al Ejército para que este diese el golpe de estado, en la enloquecida convicción de que sólo una España fascista favorecería la lucha del pueblo vasco por la independencia. El presidente Suárez, activo dinamizador de la Transición, se había encerrado en la Moncloa, incapaz de controlar su partido y ofrecer soluciones al país. En ese momento, desde muchos ángulos políticos, se pensó en un gobierno de concentración nacional presidido por un general de prestigio. Para el rey, ese militar, conservador pero de consenso, podía ser su antiguo secretario Alfonso Armada. Y Armada estaba seguro de serlo. De ahí quizá el enfrentamiento entre Juan Carlos y Suárez cuando el monarca prácticamente le impuso que este general regresara a Madrid como miembro destacado de la Junta de Estado Mayor del Ejército.

Las circunstancias cambiaron radicalmente con la dimisión de Suárez y el congreso de la UCD en Palma de Mallorca, cuando el partido consiguió recomponer temporalmente su maltrecha unidad y sustituir a su antiguo líder por un sólido político conservador que gozaba de la confianza de Juan Carlos. Con una salida perfectamente legítima dentro de la Constitución, el rey no deseaba ahora arriesgar nada por sostener un precario gobierno de unidad partidaria dirigido por un militar. Este fue el gran error de Alfonso Armada: no aceptar el cambio de escenario y soñar con crear él mismo la situación excecpcional que pudiera llevarle a la Moncloa.

En el texto existen imprecisiones históricas, alguna tan evidente que sólo puede explicarse, quizá, por prisas que hayan afectado al autor y también a los responsables de la edición, que debían haberlo advertido. En todo caso, se trata siempre de asuntos secundarios que no afectan en absoluto al discurso principal del libro.

El título es un homenaje de Gabriel Cardona a las tres únicas personas presentes en el hemiciclo que no se escondieron ante la amenaza de las armas (Suárez, Gutiérrez Mellado -al que, por otras cosas, critica duramente- y Carrillo). Considera que en aquel juego de engaños, traiciones, ambición y cobardía fueron quienes encarnaron con honor la dignidad que suponer representar la soberanía popular. Por contra, el resto de la Cámara permanecía agazapada bajo sus bancos, como les había ordenado un grupo de Guardias Civiles, y todo un país restaba en suspenso.

La verdad es que nos fué de bien poco...

2 comentarios:

  1. Quan he vist que avui tothom parlava del 23F, tenia l'esperança que actualitzessis el blog parlant-ne i donant la teva visió. I no m'has fallat! xd

    Si no et fa res, t'enllaço aquest escrit des del meu.


    salut!
    gorina

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  2. Encantat, Marc. Aquí es veu qui te seguidors. Les visites s'han multiplicat només recomanar-ho tú.

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