Lo único que aprendemos de la historia es que no aprendemos de la historia (Hegel)

martes, 5 de abril de 2011

Albores del gran cataclismo: los cuarenta días iniciales de la I Guerra Mundial

Estas semanas trabajaba con mis alumnos de "Breve historia del siglo XX" el apasionante relato de la Primera Guerra Mundial y sus consecuencias. Un poco en su honor, ya que tienen la paciencia de aguantarme muchas horas, quiero hacer referencia a una de las obras que mejor explican la génesis y las primeras semanas de lo que fue la catástrofe inaugural del siglo XX. Un libro ya clásico y que convierte la historia militar en simple Historia, con mayúsculas: Los cañones de agosto. Treinta y un días de 1914 que cambiaron la faz del mundo. de Barbara Tuchman (Barcelona: Península, 2004; edic. orig. 1962), historiadora norteamericana fallecida en 1989, nieta del embajador en Turquía durante aquellos años y sobrina del influyente secretario del Tesoro de Roosevelt, Henry Morghentau. En su estudio histórico, B.W. Tuchman no adoptó en ningún momento el 'justo medio' ni un aséptico tono académico. Se trata de una obra también de combate, donde expone -creo que con lucidez- qué factores llevaron a la guerra, quienes fueron los responsables políticos, hasta dónde llegó la ineptitud de los altos mandos militares y por qué los bien trazados planes de los Estados Mayores fallaron uno tras otro hasta llegar a un punto en que la dinámica de la guerra se hizo prácticamente irreconocible para casi todos los que habían previsto su desarrollo apenas un mes antes.

Parte la autora de un mensaje que no suele ser corriente en la historiografía. Acostumbrados a buscar causas y conscuencias de cualquier motor de cambio histórico, los historiadores pueden llegar a creer, o más bien dar a entender, su inevitabilidad. Dadas unas circunstancias, resulta altamente probable que se produzcan unos determinados hechos. Por el contrario, Barbara W. Tuchman, que explica con detalle los principales elementos que empujaron Europa al conflicto, establece con claridad que no por ello resultaba forzosamente necesario que las cosas sucedieran así. Que, más bien, fue un gravísimo accidente histórico que puso fin a más de cuarenta años de paz generalizada y con una cultura europea cada día más desarrollada y con un alto grado de confianza en si misma. Admitir esto, y esquivar por tanto el determinismo histórico, supone también la necesidad de establecer responsabilidades. No tanto para emitir juicios retrospectivos, sino para dar razón de cómo lo perfectamente evitable pudo llegar a hacerse, por desgracia, realidad.

En este punto, Barbara Tuchman carga sin piedad contra el militarismo y el imperialismo alemán. Su condición anglosajona puede, seguramente hacer que su valoración resulte un tanto sesgada, no porque el ultranacionalismo germano y las instituciones imperiales no tuvieran toda la culpa que les achaca, sino porque quizá deberíamos extender también hacia otros lugares la misma crítica sistematica que aplica a Alemania.

Pero no cabe duda que la alteración de la diplomacia y los objetivos bismarckianos hicieron mucho por conducir al propio imperio alemán a un callejón sin salida. Lo describo así porque el Emperador, su gobierno y la misma cúpula del ejército eran perfectamente conscientes de que una guerra en dos frentes supondría un cataclismo de tales dimensiones que, incluso ganando, nadie podía asegurar que no significara el fin del mundo tal como lo habían conocido. Y, sin embargo, la propia dinámica de sus ambiciones les abocó al combate.

Guillermo II y una parte de sus súbditos llevaban demasiado tiempo reclamando 'un lugar bajo el sol' para Alemania. Sin aceptar que la creación del Imperio y la paz subsiguiente les estaban proporcionando un crecimiento demográfico, económico y cultural muy superior en ritmo al de cualquier otro estado europeo, y que sólo podía compararse al de Estados Unidos, siguieron insistiendo en que tal empuje debía traducirse en hegemonía política, en poder naval y en una expansión colonialista que, creían, los demás les negaban por pura envidia.

Lo cierto es que difícilmente podía llegarse a pensar que las otras potencias renunciarían a lo adquirido en el siglo XX de manera graciosa, o que Inglaterra cedería su predomino naval, o que Rusia seguiría siendo aliada de un estado que, temeroso, le regateaba las ayudas necesarias para su desarrollo. Si se pretendía obtener todo eso, y ya, en lugar de objetivos más realistas y a largo plazo, la guerra era inevitable. Esa misma preponderancia seguramente se hubiera podido obtener, por la propia lógica de la fuerza alemana, de manera pacífica, pero esto no cuadraba con la psicología del sector más agresivo de las fuerzas armadas, de la opinión pública e incluso con la psicología personal del propio Emperador. Si alguna responsabilidad cupo a las potencias de la Entente Cordiale fue haberse hallado también inmersas en un discurso imperialista y nacionalista -más bien heredado del sigo XIX que proyectado al futuro- que difícilmente les permitía retroceder ahora ante lo que consideraban, con cierta razón, el 'peligro' alemán.

Y Europa se vió abocada, por la minucia de un atentado político que hubiera podido resolverse de mil maneras, a una guerra industrial a gran escala. Una guerra en la que todos podían perder mucho y nadie salir realmente victorioso. La guerra estalló precisamente entonces porque los alemanes consideraban que su poder militar iba incluso por encima de su potencial económico y que ahora, y solo ahora, podían atreverse a derrotar a todos sus enemigos. Cualquier aplazamiento permitiría reforzar a otros estados, particularmente a Rusia. Ni siquiera tomaron alguna medida para evitar que alguna de las tres potencias aliadas se sumara a la gran coalición antialemana. Esto era perfectamente factible, de la misma manera que Italia no se vió obligada a cumplir sus pactos previos con las Potencias Centrales, pero, de manera sintomática, los dirigentes alemanes consideraron que valía la pena jugarse el todo por el todo y así obtener también una victoria absoluta.

Donde más novedosa resulta la exposición de Bárbara Tuchman es en el razonamiento de los planes previos que todos habían hecho en caso de conflicto y en la descripción de las operaciones militares que siguieron a la declaración de guerra. Es curioso como muchas de sus descripciones inciden nuevamente en la 'incompetencia' de los altos mandos que tan bien describen John Keegan y otros autores. Insensibles al análisis realmente técnico de su profesión, convencidos de la primacía de los factores morales y la superioridad de sus respectivas naciones, atentos sobre todo a los equilibrios políticos y el brillo de sus carreras, todos los Altos Estados Mayores cometieron errores gravísimos en la apreciación de lo que iba a ser aquella guerra. En cambio, algunas individualidades percibieron claramente los puntos débiles propios y del enemigo, pero no fueron precisamente las voces más escuchadas. Tanto el alemán von Moltke, como el francés Joffre, como el inglés French demostraron ser, cada uno en su estilo, mediocridades estratégicas envueltas en brillantes uniformes. Si Moltke y French pagaron políticamente sus errores, no lo hizo así Joffre, que se benefició del espléndido triunfo del Marne en el que tuvo que ver más bien poco.

También dedica su atención a los 'desastres' que la guerra originó en las zonas ocupadas y de combate. En este sentido, remarca que la brutalidad con que se produjo la ocupación de Bélgica dañó irremisiblemente la propaganda que Alemania hacía de su causa y favoreció, hasta el final del conflicto, la de los aliados. El marco cronológico del libro y el hecho de que fueran Alemania la potencia invasora, no deja margen para explicar lo que hoy también sabemos: que aunque los iniciadores de casi todas las conductas reprobables para con la población civil y los soldados enemigos fueran los militaristas alemanes, no excluye que casos de similar crueldad se dieran, con consentimiento de los superiores, entre las tropas aliadas según avanzaba la guerra.

La autora se detiene justo antes de la batalla que decidirá el curso de la guerra en el frente occidental: el Marne. Escapa por pocos días a la referencia cronológica de aquel mes de agosto, pero también resulta lógico, ya que, por lo que nos ha explicado, el desenlace de la batalla no deja de ser el corolario de una situación dada que Barbara Tuchman ha descrito con minuciosidad. Que la victoria se decantara del lado aliado tampoco era inevitable, pero resulta lógico dado el desarrollo de todo lo acontecido durante los treinta días anteriores.

Curiosamente, y esto no lo señala la autora, una de las escasas personalidades que, en aquel momento, tuvo una visión cabal de la situación y previó desde el mismo estallido de la guerra lo que iba a suceder durante el primer mes, fue el lord del Almirantazgo británico, Winston Churchill, que tropezó con la ceguera de muchos compañeros de gabinete y de las fuerzas armadas británicas, y apareció como un excéntrico por asegurar que el triunfo sobre Alemania llegaría justo después que ésta hubiera invadido victoriosamente el norte de Francia y hubiera extendido sus líneas en lo que todos los demás consideraban un 'arrollador e imparable avance'. Desgraciadamente, Churchill no disponía por entonces de la capacidad de influir en los acontecimientos que se le entregaría en 1940.

Otra de las peculiaridades de este libro es que su lectura influyó mucho en el recién estrenado presidente J.F. Kennedy, que vio en los prolegómenos de la primera guerra mundial una situación diplomática comparable a la de la Guerra Fría. Es posible que Kennedy comprendiera la importancia de lo que explicaba la profesora Tuchman; quizá, por cosas que ahora sabemos, no extrajera, sin embargo, las lecciones más adecuadas. Pero eso, ya es otra historia.

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