Lo único que aprendemos de la historia es que no aprendemos de la historia (Hegel)

domingo, 15 de mayo de 2011

Pensar en tiempos revueltos


Parafraseando a Dickens, es muy posible que estos no sean ni los mejores ni los peores tiempos que nos podía haber tocado vivir. Pero son tiempos de cambio y globalización -en algunos lugares, de violencia y crisis- lo cual no puede sino sumirnos en la incertidumbre. La dependencia que cada persona sufre de la economía y de procesos difíciles de controlar, e incluso de comprender, desde la perspectiva individual, se halla en la raíz del malestar que vivimos. Un malestar plasmado en sentimientos colectivos como la impotencia, el escapismo, la rabia o la necesidad de hallar respuestas sencillas a problemas complejos.
No son buenos tiempos para pensar sosegadamente; tampoco otros muchos lo han sido. Estas fiestas de Pascua caímos por casualidad muy cerca de la torre donde se refugiaba Michel de Montaigne para reflexionar durante una época aún más turbulenta y oscura que la nuestra: la segunda mitad del siglo XVI en Francia. Sacudido por las querellas religiosas, las malas cosechas, las ambiciones nobiliarias y el mal gobierno, el reino parecía un barco a la deriva donde todos los comportamientos impropios de una sociedad civilizada tenían cabida, y Montaigne, gentilhombre al tiempo del rey Enrique III y del futuro Enrique IV, por entonces cabezas simbólicas de los bandos católico y protestante, alcalde de Burdeos y pensador de afición, hubo de hacer frente intelectualmente a todo ello. En su antigua propiedad pude adquirir la tesis del ahora profesor emérito de la universidad de Paris III Géralde Nakam, Montaigne et son temps (Paris: Gallimard,1993; edic. orig. 1982), que destruyó el mito de un Montaigne harto de todo, protegido por su torre y dedicado, más o menos frívolamente, a la contemplación de si mismo. Por el contrario, describe un hombre de su tiempo, fuertemente impactado por los acontecimientos y que se debatía honestamente por hallar la verdad y paliar en la medida de lo posible los desaguisados de otros. Un hombre que se adelantaba a su tiempo tanto en aspectos prácticos de la vida como lo hizo en los teóricos. Un hombre en cuyas turbaciones y esperanzas muchos podemos sentirnos reflejados.


Tras las ambigüedades del reinado de Francisco I, las pasiones religiosas se dasataron en Francia durante más de un siglo. Si la inmensa mayoría de la población había permanecido fiel al catolicismo, una activa minoría de calvinistas (hugonotes) exigía libertad de conciencia y garantías públicas para su culto religioso (libertad y garantías que, por cierto, no se hacían extensivas a los católicos allí donde ellos dominaban). El odio creciente entre adeptos de ambas confesiones y la imposibilidad de hallar espacios intermedios después de las claras definiciones de cada credo establecidas por la Academia de Ginebra y el Concilio de Trento, sumieron al reino en una agitación política y en un estado de guerra civil que no tenían precedentes. Hasta ocho guerras distinguen los historiadores, interrumpidas -parcialmente- por paces precarias que nada resolvían. No será la última vez, hasta nuestro siglo, en que un estado conoce tal situación de violencia generalizada e inacabable.

Y, como en todas las guerras civiles, la crueldad y los deseos de venganza no tuvieron freno. Si los católicos provocaron la masacre de indefensos hugonotes en Vassy, los calvinistas hicieron correr abundantemente la sangre de clérigos y fieles católicos en Nimes. Se lanzaba a los reformados en toneles al río Ródano, mientras se incendiaban torres llenas de refugiados católicos. La presión de las potencias extranjeras no contribuía a pacificar los espíritus. Felipe II de España atizaba constantemente el estado de guerra, permitiendo incluso en determinados momentos el contrabando de caballos y abastecimientos en favor de los calvinistas con tal de que no se restableciera el orden; sus amenazas fueron una de las causas directas de la muerte de miles de hugonotes por orden de la reina en la famosa matanza del día de San Bartolomé, en París.

Católico ferviente, Montaigne no podía dejar de notar que tras el salvajismo religioso apuntaban intereses más espúreos. El conflicto servía a la lucha por el poder entre las casas aristócráticas de Guisa, Borbón y Montmorency. Los fanáticos católicos se contenían y evitaban el saqueo de aquellos barrios o localidades donde los reformados les hubieran pagado un suculento 'rescate', exigencia que se repetía una y otra vez. La pequeña nobleza hugonote aprovechaba el desorden bélico para apropiarse las tierras de la iglesia y expulsar, mediante el terror, a los pequeños campesinos de sus propiedades. ¿Donde estaba el lugar de un católico honesto en todo ello?
Quienes deseaban más el restablecimiento del orden que tomar partido podían quizá identificarse con la política del Rey, que trataba de restaurar su autoridad y hallar una solución de compromiso. Pero adherirse a la monarquía francesa en estos momentos tampoco resultaba una tarea intelectualmente fácil. Tras la muerte de Enrique II,  a quien la muerte impidió llevar adelante sus planes represivos contra la Reforma protestante, el poder quedó en manos de su viuda, Catalina de Medicis, quien, como toda su familia, consideraba que cualquier problema podía resolverse mediante una buena intriga. Bajo su presencia se sucedieron una serie de jóvenes monarcas rodeados por poderosas influencias: Francisco II, dominado por el clan de los Guisa, cabeza de la intransigencia católica; Carlos IX, inmaduro y rodeado por consejeros filocalvinistas; Enrique III, el más tortuoso de los monarcas galos, siempre dispuesto a traicionar a sus amigos de ayer y cambiar de bando.

Junto a la guerra, sus compañeros inseparables: la peste y el hambre. A los saqueos de las tropas y la evicción de muchos campesinos se unió el azote climático de la 'pequeña edad glacial', con inviernos fríos y veranos lluviosos que pudrían las cosechas. Los vagabundos llenaban caminos y ciudades mientras se multiplicaban las exacciones de los soldados y el rey exigía aumentos de impuestos que le permitiesen mantener su cada vez más ceremoniosa y frívola corte de mignons (favoritos).

A Montaigne no le quedaba siquiera el consuelo de refugiarse en su profesión de jurista, que ejercía en el Parlamento de Burdeos. Pronto se dió cuenta de que los tribunales estaban al servicio de leyes injustas, y  dirigidos por colegas corruptos, en una administración plagada de cargos innecesarios que multiplicaban las costas a pagar por quienes buscaban su amparo. Como más adelante muestran los consejos dados a Enrique de Borbón, Montaigne era partidario de una justicia reformada, simple, gratuita (!) e impartida por varios jueces en lugar de uno solo. No resulta, por tanto, extraño que, en cuanto recibió en herencia las posesiones de su padre, Montaigne vendiera su cargo en el Parlamento de París, y regresara a la mansión familiar.

Michel de Montaigne se había formado en el espíritu racionalista del Renacimiento. Si éste había alcanzado su madurez entre los humanistas italianos del siglo XV, se había expandido por Europa durante el siglo XVI. Ahora, en cambio, ganaba espacio un pensamiento que caminaba hacia el barroco, donde primaban el ingenio y la paradoja. Supersticiones y profecías de toda clase triunfaban incluso en la Corte, donde se protegía a Nostradamus.

El retiro a sus agradables posesiones junto al río Dordogne no supuso un alejamiento de la realidad. La posición política de Montaigne fue clara pero no rígida. Siempre dentro de la defensa de la mayoría católica, fue evolucionando hacia la moderación y la tolerancia. Participó en diversos asedios, ejecutó misiones diplomáticas y sirvió al señor de Montignac, mariscal de Francia, fiel a la monarquía de Enrique III y luego a Enrique IV. Nombrado alcalde de Burdeos en dos mandatos por decisión real, trató de apaciguar las tensiones religiosas y las presiones de los grandes señores de Guyena. Salvó muchas vidas, pero no logró imponerse a la dinámica general de los acontecimientos, que tendían a la radicalización, lo que supuso amenazas para su propia existencia.

En medio de la peste y la guerra, Montaigne conoció también la condición de refugiado. Tuvo que abandonar su hogar y durante meses se vió rechazado por quienes confiaba en que le ofrecieran asilo. ¿Cual podía ser el papel de un intelectual en medio de tantas contingencias?

Al contrario que casi todos los pensadores, literatos o historiadores de su época, Montaigne no practica la apología en defensa de uno u otro bando. Bien al contrario, su sumerge en la lectura de los clásicos de la filosofía y la historia, y en la observación de sí mismo y sus contemporáneos para extraer consecuencias fundamentales. No pronunciarse sobre los acontecimientos cotidianos podía ser una prudente medida frente a la censura y los fanáticos, pero en este caso se le suma la intención de establecer un nuevo orden racional empezando desde la base. En tiempos de locura no tiene sentido debatir con los locos, sino pensar como los cuerdos.

Noble, jurista, diplomático, cortesano... Montaigne no es un intelectual arrogante que se aisla para no verse afectado. No escribe en latín sino en francés vulgar y fue criticado por el tono ligero con que presentaba sus conclusiones y por el empleo de frecuentes gasconismos. De la misma manera que halla el reposo en un ámbito y un paisaje conocidos, nuestro pensador se enraíza entre su gente y su cultura para extraer conclusiones de validez universal. Sus sistemáticas declaraciones de ignorancia no tratan de disimular su sabiduría ni negar la validez del conocimiento; tan solo expresan la voluntad de someter a crítica sus propias conclusiones y su afán de ir siempre más allá. También da a su obra un título voluntariamente humilde. Se trata tan solo de Ensayos, conclusiones provisionales sobre los temas que estudia, aunque, según indicaría mucho más tarde W.T. Adorno, un ensayo sería así "un segmento de saber libremente elegido entre la totalidad ".

Desconocemos si los trabajos de Montaigne contribuyeron en algo a superar la crisis del estado francés, o a mejorar la suerte de sus contemporáneos, pero sí sabemos que sus aportaciones se hallan entre lo más noble que ha forjado la cultura europea. Quizá lo mejor que podemos hacer no es leer el estudio de Géralde Nakam, sino los Ensayos o Cuadernos de Viaje, mucho más significativos para nosotros que las sagrientas querellas de aquella época, hoy simplemente absurdas. Y encontraremos mucho en lo que pensar, porque Montaigne era ante todo humano, muy humano.

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