Lo único que aprendemos de la historia es que no aprendemos de la historia (Hegel)

jueves, 2 de junio de 2011

La perfectamente resistible ascensión de Adolfo Hitler.

Los grandes movimientos históricos se asientan sobre realidades económicas, sociales o ecológicas que son su principal explicación y soporte, así como sobre discursos ideológicos que explican las percepciones colectivas respecto a todo ello. Pero hasta los mayores acontecimientos acaban dependiendo, en última instancia, de elementos circunstanciales, de ese desencadenante final que hace que las cosas sucedan de un modo y no de otro. Somos seres sociales y, por tanto, el azar juega tan sólo un cierto papel en la historia, pero las conductas individuales pueden resultar decisivas para encauzar, o no, en un sentido determinado esas 'fuerzas' que empujan el devenir colectivo. De ahí la importancia de la razón, la ética ciudadana y el compromiso personal.

Durante buena parte del siglo XX, la historiografía contemporánea dió relevancia únicamente a lo social y lo económico. En los últimos años, se ha recuperado el papel de los individuos y de los acontecimientos en la interpretación del curso general de la historia. En esta línea se enmarca uno de los libros más interesantes publicados sobre el acceso de Hitler a la jefatura del estado: A treinta días del poder, del reconocido profesor de Yale Henry Ashby Turner (Barcelona: Edhasa, 2002; edic. orig., 1997) donde se describe cómo la conversión de Hitler en Führer del pueblo alemán no sólo pudo haberse evitado, sino que su éxito final se debió a la debilidad o la torpeza de unos pocos y malos políticos metidos a aprendices de brujo. No fue un fracaso de la democracia lo que llevó a Hitler al gobierno sino precisamente el bloqueo del sistema parlamentario alemán.

La versión tradicional de este acceso al poder afirma que el nacionalsocialismo conoció un arrollador incremento de votos a raíz de la crisis derivada del crack de 1929, convirtiéndose en el primer partido de Alemania. En este contexto de fuerza electoral, los partidos de la derecha clásica creyeron que, cediendo al éxito del populismo hitleriano, sería buena idea integrar a los nazis en el gobierno. Un Hitler sin experiencia administrativa y fácilmente manipulable en poco tiempo defraudaría a sus seguidores. Bien al contrario, fue Hitler quien jugó con ellos y rápidamente consolidó su dictadura. Se trataría, por tanto, de un espúreo resultado de la democracia alemana y de un exceso de confianza entre las formaciones políticas de la derecha en general.

La gran aportación del profesor Turner es ofrecer una perspectiva diferente de la situación del partido nazi apenas un mes antes de su acceso al poder. Es cierto que los nazis se habían convertido en el partido con más apoyo electoral en Alemania durante las elecciones de julio de 1932, pero en este contundente éxito también hubo elementos de espejismo. El voto del descontento recibido en esta convocatoria tenía mucho de voto prestado temporalmente a una formación que durante los años 20 había conocido un crecimiento muy moderado. Los mismos electores que le habían apoyado entusiastamente podían abandonar a Hitler al primer fracaso en el juego político. Esto se percibió apenas unos meses más tarde durante las elecciones de noviembre, en las que los nazis cosecharon un primer e imprevisto revés.

Y la situación del partido no era en absoluto boyante. Es cierto que la campaña de 1932 había mostrado la eficacia de la propaganda nacionalsocialista, que movilizó grandes masas populares, y que el mensaje de Hitler había llegado hasta el último rincón de Alemania (es la primera campaña política en que el candidato se desplaza en avión, por ejemplo). Pero este prodigioso activismo, y todo el aparato militante del partido que lo ha posibilitado, costaban muy caros. Tan caros que, a pesar del soporte económico de generosos y ricos empresarios, las cuentas de NSDAP estaban en franca bancarrota. Por primera, y única vez, Hitler tuvo que echar mano de la pequeña fortuna personal que había ganado escribiendo el Mein Kampf y otras publicaciones partidarias para cubrir el déficit del partido. En estas condiciones, pensar en repetir el esfuerzo de campañas anteriores resultaba inimaginable, y crecía la presión de la poblada burocracia nazi, que se veía sin empleo en caso de que no se alcanzara pronto un acuerdo para acceder a cargos estatales.

Porque conseguir el rango de primer partido parlamentario no servía de mucho cuando se tenía a todos los demás en contra y el presidente Hindemburg, haciendo amplio uso de las facultades que le confería la constitución, nombraba jefes de gobierno de su confianza y mantenía bloqueado el Parlamento. El primer objetivo de Hindemburg, sin embargo, era impedir el retorno al poder de los socialdemócratas (para él, antesala del triunfo comunista) que hasta entonces habían sido el partido más popular de Alemania y seguían reteniendo un gran número de escaños.

Hindenburg fue el gran líder militar de Alemania durante la primera guerra mundial. En esa condición era uno de los principales responsables de la derrota germana. Hábilmente, había sabido desviar las responsabilidades de la capitulación en los políticos de centroizquierda, y su imagen y carácter, típicamente prusianos, le habían granjeado la devoción de las masas conservadoras alemanas. Pero esa imagen encubría un personaje mediocre y dubitativo, a quien la fortuna había mimado con éxitos que debía en buena parte a sus colaboradores, sobre todo Luddendorff, hasta el punto de que entre la oficialidad de su Estado Mayor se le conocía como el mariscal 'y tú ¿qué opinas?'. Con más de ochenta años, su falta de autoconfianza no había hecho sino empeorar últimamente.

El canciller que había debido capear la crisis era Heinrich Brünning, dirigente del Centro Católico, cada vez más cercano a la derecha conservadora, quien había aplicado una política de recortes, incluída una drástica reducción del seguro de desempleo, sumiendo a las masas trabajadoras en la desmoralización y facilitando el crecimiento del apoyo nazi y comunista. Había tratado de combatir a los primeros haciendo gala de un nacionalismo casi extremista, lo que dió alas a los argumentos hitlerianos, que veía ratificadas sus posiciones desde el gobierno.

A la sombra del gabinete Brünning había crecido la influencia de un personaje amante de la información privilegiada y las combinaciones gubernamentales, el general Kurt von Schleicher, ayudante del ministro de Defensa y jefe de la Oficina de Asuntos Políticos del ejército. Scheleicher supo ganarse la confianza del decadente Hindemburg y fue un elemento importante de la crisis final que expulsó a Brünning del poder, sustituído por un protegido de Schleicher, el oscuro y ambicioso Von Papen, otro político del Centro Católico, que fue expulsado del mismo ante su evidente traición al líder Brünning.

Von Papen fue el instrumento para una política aún más derechista, que liquidó el gobierno socialdemócrata de Prusia (la mayor parte del territorio y la población de Alemania) y revocó la prohibición de las SA nazis instaurada por su antecesor. El gran problema de Von Papen es que la capacidad para gobernar por decreto estaba limitada en el tiempo, y su gobierno se había enajenado a todos los grandes partidos que podían servir de contrapeso a un Hitler que reclamaba el gobierno para sí mismo una y otra vez. Los nazis volvieron a tener suerte y pudieron afrontar unas elecciones parciales en un distrito pequeño y muy conservador de Alemania donde, sin repetir despilfarros económicos que ya no se podían permitir, lograron vencer y dar la impresión de que su movimiento seguía 'en la cresta de la ola'.

Ante la incapacidad de Von Papen para conseguir un mínimo apoyo parlamentario, Schleicher decidió conspirar nuevamente y provocar su destitución para pasar él, personalmente, a la presidencia del gobierno. La inquina de Von Papen contra su antiguo protector será, a partir de ese momento, superior a cualquier otra consideración política.

Schleicher pretendía aglutinar un movimiento 'transversal' de fuerzas políticas -salvo el comunismo- de signo  populista, vertebrado en torno a la fuerza, no sólo política, sino también social, del ejército, capaz de lograr el soporte parlamentario suficiente para retornar a la normalidad constitucional. En este juego, pretendía atraer incluso  la colaboración del partido nazi, pero sin entregarle nunca un lugar predominante en el gobierno, contando con que las tensiones internas del partido y la promesa de espléndidos cargos gubernamentales harían que los secuaces de Hitler le forzaran a abandonar sus ambiciones maximalistas. También contaba con el posible apoyo del ala más obrerista, encabezada por Gregor Strasser, que pretendía disputar el liderazgo del partido.

Aquí entró en juego el rencor y la mezquindad de Von Papen, que había conseguido ganarse nuevamente la confianza de Hindenburg y, sobre todo, la de su hijo Oskar, también militar, que ejercía como ayudante de su padre. Los Hindenburg habían visto con muy malos ojos los coqueteos de Schleicher con la socialdemocracia y, aunque era público y conocido su desprecio hacia Hitler, Von Papen supo alimentar su alarma ante un posible retorno de la izquierda al poder.

Mientras Schleicher tensaba al límite la estrategia de Hitler, que comenzaba a aparecer a ojos de los suyos como un intransigente que podía precipitar el partido desde lo más alto hasta la ruina, Von Papen convencía al anciano presidente de que una colaboración del NSDAP con el único partido que le apoyaba, el también ultraderechista DNVP, podría garantizar un gobierno viable hasta que el nazismo perdiera fuerza y se pudiera replantear un éxito electoral de la derecha conservadora. La idea  era entregar una serie de ministerios estratégicos a los nazis pero reteniendo Von Papen la presidencia del gobierno. 'Vender' esta idea a Hindenburg se había hecho más fácil desde que el propio Schleicher también hablaba de colaboración gubernamental con los nazis.

Hitler supo jugar sus cartas mucho mejor que el inepto Von Papen, y ofreció como única alternativa un gobierno con muy poca presencia nazi -tan sólo dos ministerios- pero presidido por él mismo. Existían muchas formas de contrarrestar la oferta de Hitler, pero todas pasaban por renovar la estrategia 'transversal' de Schleicher, que era justamente lo que se criticaba, así que Papen se vio atado por su propio discurso y prefirió defenestrar a su odiado mentor aun a costa de tener una presencia secundaria en el nuevo gobierno. Oskar Hindenburg y Von Papen fueron quienes ejercieron directamente presión sobre el anciano presidente para que aceptara una solución que suponía entregar el poder al despreciable 'cabo austriaco' que se había atrevido a disputarle el cargo en las últimas elecciones presidenciales. También resultaron decisivos para convencer a los poco entusiastas dirigentes del DNVP (Partido Nacional del Pueblo Alemán) para que formaran parte de un gobierno semejante.

El resto es historia bien conocida. No sólo Von Papen y la ultraderecha alemana no pudieron controlar a Hitler sino que éste pudo aparecer ahora ante sus seguidores como el líder profético que, gracias a sus nervios de acero, había conseguido para el Partido todo aquello que merecía cuando la falta de temple ya se había hecho notar en otros dirigentes. Esta idea será publicitada repetidamente en los diversos acontecimientos de la década de los años 30 -militarización de Renania, Anschluss, pacto de Munich...- y permitirá sostener la imagen del Hitler cuando se produzcan los crecientes reveses de la Segunda Guerra Mundial.

Schleicher y Strasser pagarán, como otros, sus juegos políticos con la vida, asesinados por los nazis tan sólo un año más tarde. Von Papen, en cambio, que tan buenos servicios había prestado a Hitler, saldrá del nazismo y la Guerra indemne, y será incluso condecorado -en una ceremonia secreta- por el Vaticano durante los años cincuenta, sin que nunca se hicieran públicos los méritos que se le atribuyeron. Méritos aún más curiosos si se considera que su apoyo al nazismo fue conseguido mediante la traición al Partido católico del Centro alemán.

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