Lo único que aprendemos de la historia es que no aprendemos de la historia (Hegel)

martes, 21 de junio de 2011

Sobre el auge y declive de la Monarquía Hispánica


Se ha repetido muchas veces que, en historia, hallar respuestas correctas no resulta tan importante como formular preguntas adecuadas. Por eso me parece digno de mención un breve artículo de Jeremy Black -reconocido experto en historia militar occidental de la universidad de Exeter- titulado Military Revolutions and Early Modern Europe; The Case of Spain, que sirve de introducción al volumen colectivo ya mencionado Guerra y sociedad en la Monarquía Hispánica. Política, estrategia y cultura en la Europa moderna (1500-1700), publicado por Enrique García Hernán y Davide Maffi (Madrid: Ediciones del Laberinto, 2006, pp. 31-48). El profesor Black plantea aquí la naturaleza del éxito y la decadencia de la Monarquía Hispánica durante los siglos XVI y XVII, revisando su relación con la llamada ‘Revolución Militar’ que se dio en Europa por las mismas fechas y con la sostenida expansión del poder occidental en el resto del mundo, iniciada precisamente entonces. Prejuicios bien establecidos y valoraciones anacrónicas han primado a su juicio sobre una correcta comprensión de las razones que explican la extensión y pervivencia del imperio hispano. Revertir esta situación cobra mayor importancia si tenemos en cuenta que el estudio de su dinámica general se ha utilizado a menudo como antecedente para comprender la evolución de otras potencias hegemónicas, como el Imperio Británico o el actual predominio norteamericano.


Para Black, nuestra comprensión se halla enturbiada por consideraciones teleológicas, como la tesis weberiana de la superioridad del protestantismo sobre el catolicismo como motor de desarrollo, o que la Monarquía Hispana excedió en sus ambiciones los medios disponibles. La primera de estas ideas ha venido siendo defendida con el argumento de que los países del Norte desplazaron a los del Mediterráneo a lo largo del siglo XVII, y que fueron los emergentes estados protestantes –Holanda y Gran Bretaña- los que derrotaron el imperialismo de los Habsburgo y propiciaron el empleo de la razón y el desarrollo tecnológico. España y Austria serían el perfecto ejemplo del carácter ‘reaccionario’ de los estados católicos. El autor contrapone una objeción evidente: la Francia de Luis XIV y Luis XV era también una potencia católica, que casi pudo imponer más adelante su hegemonía sobre el continente y fue gobernada con elevadas dosis de racionalismo administrativo. Sobre el tema del sobreesfuerzo autoimpuesto por los gobernantes del Madrid, que lucharon en frentes que iban desde las islas Filipinas al mar del Norte o las fronteras con el imperio otomano, es igualmente crítico, ya que no suele tenerse en consideración que la asunción de riesgos resultó muchas veces razonable o difícil de evitar, y que la prudencia pudo ser tan negativa como el exceso de audacia. Sin esa audacia, no se habría pasado del Caribe en la conquista de América, o no se habría conseguido salvar Malta del asedio turco, dos hechos decisivos para la consolidación -quizá positiva, quizá negativa- del Imperio. De hecho, casi todos los estados de esta época y las subsiguientes lucharon con frecuencia por encima de sus medios.

También rechaza Jeremy Black la rápida ecuación que liga los grandes avances de la tecnología y la organización militar con la consolidación del estado moderno, pues se dice que contribuyeron a reforzar la autoridad central –monárquica- de los grandes estados. De nuevo contraargumenta que las exitosas revueltas de los Países Bajos contra Felipe II o de los hugonotes franceses contra los Valois demostrarían que las nuevas formas de hacer la guerra, basadas en el empleo de armas de fuego, innovadores sistemas de fortificación y tácticas revolucionarias no sólo podían servir a la consolidación de estados autoritarios, sino también a la resistencia contra los mismos. Por otro lado, buena parte de la movilización de fuerzas militares se hizo todavía siguiendo mecanismos propios de etapas anteriores, y son los nobles castellanos quienes reclutan fuerzas para la defensa del Imperio o para el aplastamiento de la revuelta de los moriscos en las Alpujarras. Nosotros podemos añadir que también los nobles catalanes levantaron sus propias mesnadas para contribuir al esfuerzo de guerra contra Francia nada menos que en 1640.

Para quienes sí tienen en cuenta estos hechos, otra línea de argumentación que el autor considera poco fundamentada viene a defender que el siglo XVI es una etapa casi universal de creación de grandes unidades imperiales, como la Europa de los Habsburgo, el Imperio otomano o el imperio mongol de la India, mientras que estos grandes estados estarían condenados a entrar en decadencia uno o dos siglos más tarde, sustituídos por situaciones de equilibrio y balanza de poder mucho más favorables a la diversidad y el desarrollo de las fuerzas sociales. Frente a esta idea, J. Black expone que la observación detenida de la cronología relativa a las fases de expansión o contracción del imperio hispano no ayuda a sostener esta idea. El periodo de Conquista, por ejemplo, termina relativamente pronto, y a partir de finales del siglo XVI sus fronteras en América –desde el Bio-Bio chileno hasta Nuevo México- o en el Pacífico parecen definitivamente establecidas. En cambio, la capacidad de reacción militar de los Habsburgo, sobre todo de la Corte española, suele ser muy superior a lo que se les reconoce. La rebelión de Flandes no marca el inicio de un declive definitivo. Las campañas de Spinola en el norte de Europa a finales del XVI y principios del XVII se ven coronadas por numerosos éxitos, y la Monarquía Hispana remontará crisis tan graves como la de 1640-1643 o la guerra de Sucesión. La capacidad de ‘resiliencia’ del Imperio español, que sólo conoce pérdidas menores durante tres siglos, e incluso es capaz de obtener significativos éxitos en Italia a mediados del siglo XVIII puede ser lo auténticamente reseñable. En este sentido, cabe criticar que el autor apenas presta atención a la pérdida de Portugal y su Imperio, algo que debe ser tenido en cuenta ya que otros estudios de este mismo volumen explican, como ya era conocido, que se debió a las grandes dificultades de reacción militar de Felipe IV en aquellos momentos.

En ocasiones -y es un factor frecuentemente destacado en otros estudios sobre historiografía- nuestra percepción actual de las cosas viene simplemente marcada por la óptica de los estudios realizados. El conjunto de la Monarquía conoció crisis graves, pero se dice que quizá inferiores –aquí tendría yo mis dudas- a las de otros estados, como la Fronda francesa. La terrible crisis catalana de 1640, cuyas causas fueron tan bien estudiadas por J.H. Elliott, merecería para el autor un estudio similar por lo que hace a la reconquista del territorio, que daría un cuadro mucho más completo de la forma de gobierno y la cohesión interna en la época de Felipe IV, y no solo de los elementos que empujaban a la disgregación. De manera contraria, el imperio colonial logró sobrevivir en buena parte por la capacidad de ‘resiliencia’ que mencionábamos antes, y porque no tuvo que confrontar desafíos similares a los que encontró el imperio portugués, o los propios franceses e ingleses en la India.

Si alguna deficiencia debe hallarse en el origen de las derrotas sufridas por esta estructura imperial, quizá estén en la decisiones concretas de gobierno. Considera e profesor Black que en los últimos años la historia militar ha tenido en cuenta los factores personales o coyunturales por lo que hace a lo estrictamente bélico, pero que todo aquello que soporta la acción de los ejércitos ha sido considerado tan solo desde el punto de vista estructural, error que ha llevado a menospreciar la influencia ejercida por determinadas personalidades o grupos de poder. Enlazaría así con la tesis de Geoffrey Parker, expuesta en la entrada del  15 de enero,  para quien la manera en que Felipe II gestionó la Monarquía Hispana estuvo detrás de algunos de sus más graves errores, como la forma de encarar la rebelión de Flandes o la intervención en los asuntos franceses, situaciones que repetirían sus sucesores en otros momentos.

En conjunto, una rica exposición que replantea numerosos problemas y tiene en cuenta una gran complejidad de factores. Sobre todo, nos obliga a repensar lo ocurrido sumergiéndonos en el marco propio de la época, y no en visiones ‘a posteriori’ o interpretaciones excesivamente conceptuales, algo que distingue el mejor análisis histórico del que sólo procura justificar ideas preconcebidas. Debemos entender que se hace desde una comprensión de la historia militar como parte de una visión holística de la historia, pero que constituye tan sólo uno de los enfoques posibles. La aproximación -y desde luego la valoración- del significado de la Monarquía Hispánica en la historia del mundo requieren la conjunción de esta y otras dimensiones que aquí no se abordan.

1 comentario:

  1. Por mi parte digo (basándome en lecturas de hace tiempo) que la interpretación de una Europa luterana y calvinista próspera y racional en oposición a una Europa católica reaccionaria y empobrecida no se sostiene si se tiene en cuenta que Italia, por ejemplo, desde la baja edad media -sin reforma protestante por lo tanto- dio ciudades y repúblicas que estuvieron a la cabeza de la economía e igualmente siguió siendo así durante los siglos del renacimiento. Por otra parte también el cristianismo medieval permitió progresos económicos en los casos de Flanes (me refiero sobre todo desde el siglo XV) la Champaña francesa, las ciudades hanseáticas... En todo caso la reflexión del artículo publicado arriba es de gran interés.

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