Lo único que aprendemos de la historia es que no aprendemos de la historia (Hegel)

domingo, 26 de agosto de 2012

Navarra, ¿500 años de anexión o permanencia?

Se cumple en estos días el quinto centenario de la forzada incorporación de Navarra a la Corona de Castilla. El aniversario ha dado pie a la aparición de diversas publicaciones y páginas web que defienden una relectura de los hechos en función de criterios 'nacionales', afirmando que somos víctimas de la imagen que quisieron transmitirnos los vencedores de estos sucesos y que en 1512 se produjo un vergonzoso acto de expolio que supuso 'el fin de un sueño', donde los vascos de diferentes territorios fueron manipulados en defensa de los intereses de las potencias vecinas.

Siempre resulta peligroso imponer al pasado criterios y conceptos actuales buscando reevaluar lo sucedido. La historia, como disciplina, solo puede avanzar si nos esforzamos en hacer inteligible nuestro presente a través de lo que podemos saber del pasado, y no a la inversa. Intentando averiguar algo más sobre el tema, me ha interesado mucho el artículo Derrumbe de la monarquía y supervivencia del reino: Navarra en torno a 1512, de Luis Javier Fortún Pérez de Ciriza, archivero del Parlamento de Navarra, con el que contribuye a la obra colectiva coordinada por Alfredo Floristán: 1512: conquista e incorporación de Navarra (Barcelona: Ariel, 2012; pp. 201-298). Como da a entender el título, lo que sucedio hace cinco siglos no fue tanto la desaparición de un estado como la del poder soberano que encarnaba su monarquía, y las claves de lo sucedido no estarían sólo en la aptitud y derechos - muy dudosos- de los conquistadores, sino en la situación interna de Navarra y en la inteligencia política de Fernando y sus sucesores para preservar lo fundamental del estado navarro, tal como se entendia esta noción en el siglo XVI. .

Los hechos son bien conocidos desde hace mucho tiempo. Tras los múltiples avatares sufridos por el pequeño reino navarro durante el siglo XV, Juan III de Albret, y Catalina de Foix, sus monarcas, establecieron una estrecha alianza con el rey de Francia. Aprovechando el enfrentamiento de éste con el Papa -que podía legitimar su acción-, Fernando el Católico, rey de Aragón y regente de Castilla, envió un ejército al mando del duque de Alba que, con el apoyo de una parte de la nobleza navarra, consiguió la rápida sumisión de las principales ciudades. Juan III no sólo no fue capaz de organizar un ejército capaz de enfrentarse a esta amenaza, sino que rápidamente firmó un acuerdo de armisticio y en sólo una semana abandonó el reino para refugiarse en sus otras posesiones familiares del sur de Francia. Posteriores intentos de reconquista del territorio perdido constituyeron sucesivos fracasos. Fernando, mediante una hábil política de fuerza, perdón y alianzas, logró la rápida sumisión de las élites navarras y decidió integrar el reino, no en la Corona de Aragón -sus estados patrimoniales- sino en la de Castilla, de donde habían salido los recursos para la Conquista.

En su análisis de lo sucedido y de las consecuencias que tuvo, parte el autor de una idea que nos sitúa en una relación correcta de las preocupaciones del pasado y su identificación con las del presente. Para Luis Javier Fortún, "el funcionamiento de las estructuras de gobierno y la existencia misma de un poder soberano requieren un soporte económico, propiciado por un sistema fiscal que proporcione rentas y recursos económicos. La supervivencia de una forma concreta de Estado está ligada, con frecuencia, a la eficacia y ecuanimidad de su propio sistema fiscal. Un estado subsiste o se desarrolla en la medida en que es capaz de allegar recursos y de repartir adecuadamnte la carga fiscal entre la población. Son muchos los estados que, al no lograrlo, han sucumbido."

Y es por aquí por donde, a su entender, se inicia el colapso del reino navarro. Un colapso que constituye la auténtica explicación de lo sucedido. A principios del siglo XVI el estado se encontraba en una situación de auténtica quiebra fiscal. Por lo que hacía a los ingresos ordinarios, durante el siglo XV se había perdido un tercio de los cobros en dinero y casi la mitad de lo que se percibía en cereales, por culpa de la guerra civil en tiempos de Juan II y el príncipe Carlos de Viana, pero también por culpa de las liberalidades de los monarcas. Esto se trató de compensar mediante el incremento de los ingresos extraordinarios (servicios autorizados por las cortes en forma de cuarteles y alcabalas), aduanas, cobros especiales a los judíos, etc. Esto proporcionaba unas cantidades en teoría crecidas, pero que iban a pagar los gastos ordinarios a los que ya no se podía hacer frente, y que poco a poco se vieron también disminuidas por la errática política fiscal de los monarcas y la ambición de las élites del reino.Juan y Catalina pretendieron enderezar la situación recuperando las donaciones de sus antecesores, pero terminaron por enajenar aún más patrimonio. Pretendieron favorecer casi exclusivamente a sus partidarios (los agramonteses) y hacerse con los bienes cedidos al otro gran bando nobiliario (los beamonteses). El principal resultado fue, como se podía esperar, la reanudación de la guerra civil.

Los cuarteles eran una imposición trimestral que gravaba los bienes inmuebles, mientras que las alcabalas gravaban las transacciones comerciales. Aunque resultan unas opciones fiscales lógicas, no lo eran tanto cuando el peso de ambas recaía fundamentalmente sobre los sectores más populares, dado el gran número de exenciones de nobles y villas. En una espiral que nos suena bastante actual, cuanto más se reducían los ingresos por el erróneo planteamiento impositivo, más aumentaban las cantidades que se exigían a los ya exhaustos pueblos que soportaban las contribuciones, hasta provocar un auténtico hundimiento de los ingresos, que en algunas merindades alcanza el 80 y el 90%.

Y una gran parte del desaguisado es atribuible a la avaricia de las clases dirigentes: "fue provocado por la plaga de exenciones y donaciones. Una vez saqueadas las rentas ordinarias, la nobleza pretendió apropiarse de las rentas extraordinarias, trasladando a este terreno los mecanismos de apropiación derivados de las banderías del reino y de la persistencia de la guerra civil... también ciudades, villas y valles intentaron por todos los medios ver reducidas o anuladas las cantidades"

Uno de los aspectos más cínicos de este comportamiento es que las exenciones de la nobleza estaban basadas fundamentalmente en que mantenía caballos y armas para servir al rey como combatientes, y para recompersar los servicios prestados a los monarcas. En cambio, ahora que era necesario levantar un ejército lo más grande posible para sostener la soberanía de Navarra, los nobles reclamaban un cobro por sus servicios (como venían haciendo en casi toda Europa desde el siglo XIII), hasta el punto de devorar completamente los créditos solicitados para ello. Para la infantería, en cambio, no se previó ninguna partida, y su sostenimiento corría a cargo de los propios pueblos donde era reclutada, como imposición aún más extraordinaria. Los miembros de la  Casa y del Consejo Real también estaban exentos, así como todas las cabezas de linaje y todos los señores territoriales. La ampliación de estas exenciones persistió hasta el último año de la monarquía.

Juan III y Catalina tampoco fueron modelos en la contención de los gastos, y Luis Javier Fortún destaca el desmesurado empleo de recursos en oropel cortesano, particularmente en el vestido, hasta consumir un tercio de las rentas disponibles. En un contexto semejante el recurso al crédito se hacía imprescindible, hasta alcanzar cantidades de imposible retorno, lo que ahogaba aún más las posibilidades de recuperación económica: "los reyes llegaron a ser rehenes de sus préstamos". Cuando la amenaza castellana se haga inminente, los acreedores -situados en el centro de la administración- tendrán cuidado en ser los primeros en absorber los últimos fondos públicos del reino, posponiendo incluso las urgentes necesidades militares.

Tan grave como los problemas fiscales era la profunda división entre agramonteses y beamonteses. Los primeros, que habían estado al lado del rey Juan II contra sus hijos, se vieron ahora también favorecidos por los reyes Albret. Los beamonteses respondieron aproximándose a Castilla y colaborando activamente en la invasión de 1512. Pero incluso los agramonteses terminaron por aceptarla, ya que se sintieron traicionados por la rápida retirada de Juan y Catalina, que los dejaba a merced del vencedor y rompía el pacto feudal que les unía. Por eso, y aunque luego se produjeran sucesivas rebeliones, los principales agramonteses pactaron con el Rey Católico ya en los inicios de la ocupación.

La misma política seguida por los reyes navarros contribuyó decisivamente al hundimiento de su monarquía. Uno de los aspectos que no señala el autor es que Navarra había conseguido sobrevivir hasta el siglo XVI al hallarse rodeada por tres poderosos vecinos. Aunque con dificultades, su diplomacia siempre había podido apoyarse en alguno de ellos cada vez que uno de los tres ponía en peligro la independencia del reino. La situación cambió dramáticamente cuando Castilla y la Corona de Aragón confluyeron en sus intereses por el matrimonio de Fernando e Isabel. Era evidente, que ahora Navarra quedaba atrapada entre dos únicas opciones: Francia o la nueva monarquía española. Para la primera podía ser un tema interesante; para la segunda era vital. A través de sus pasos pirenaicos, las tropas francesas podían alcanzar el Ebro, descender hasta el Mediterráneo o subir por los ríos riojanos hasta las tierras altas de la Meseta. En esta tesitura, lo más inteligente era una neutralidad que atendiera primordialmente los intereses hispanos. Por el contrario, Juan y Catalina prefirieron firmar en Blois una alianza con el rey de Francia, atentos a los intereses de sus estados patrimoniales en el norte (los dominios de los Albret) y posponiendo los de reino. La consecuencia lógica fue que Fernando aprovechó la primera oportunidad para taponar la brecha que llevaba al corazón de sus dominios.

No estoy tan de acuerdo con Fortún cuando ensalza la 'modernización' de Castilla como estado autoritario, sometido a sus monarcas. Esto le habría permitido triunfar sobre una Navarra que no había sabido realizar este proceso a tiempo, lo que implica que esta era una via necesaria hacia la supervivencia y el progreso. Critica, por ejemplo, "el creciente poder de las Cortes, que asumían la representación de los estamentos del reino frente al rey". La fuerza de Castilla derivaba de este autoritarismo real tanto como de la misma extensión y riqueza del reino. Si los navarros hubieran estado decididos a sostener a cualquier precio su soberanía, la participación de los estamentos en el gobierno no hubiera sido sino un obstáculo, sino un acicate para la resistencia. Una población representada por sus élites y unida en torno al poder real hubiera supuesto una enorme dificultad para los nuevos gobernantes, y habría podido repetir situaciones como la de Escocia en el siglo XIII. Fue, más bien, esa falta de unanimidad y de voluntad de mantener el statu quo lo que convirtió al sistema representativo del reino en algo obsoleto.

La conquista ya había sido preparada de muchas maneras en el terreno sociológico y político. La nobleza navarra poseía numerosas relaciones e intereses en Castilla desde hacía tiempo, y la monarquía castellana les había proporcionado cargos y prebendas, del mismo modo que la monarquía francesa se había volcado en favorecer a la nobleza vasca de Ultrapuertos, preludiando la futura división del reino.

Junto a las causas de tan rápida ocupación y dominio, resulta interesante el análisis de la política de Fernando y Carlos I para el gobierno de Navarra. No basta explicar el uso de la fuerza, porque no debemos olvidar que los Albret contaban con el apoyo (condicional, eso si) de una gran potencia como Francia. Desde las primeras negociaciones con el duque de Alba, comenzando por la rendición de Pamplona, se da a entender que el nuevo poder está dispuesto a respetar no sólo la existencia del reino de Navarra, sino la organización territorial de su poder, sus estructuras centrales e incluso el reparto de cargos locales, así como los más importantes privilegios. Esta línea nunca fue desmentida, ni siquiera cuando se tomó la decisión de incorporar Navarra a la Corona de Castilla, una monarquía mucho más centralizada que la aragonesa, donde la situación particular del nuevo reino tenía difícil encaje.

También tuvo su importancia la introducción de cierto orden en la deteriorada fiscalidad del reino. Se limitaron las exenciones, aunque se mantuvo la redistribución de dinero público entre las élites, como ha ocurrido siempre. Al quedar liberados los cuantiosos fondos de la anterior Corte real, se pudieron destinar a comprar más voluntades, y Castilla aportó cantidades muy significativas para la defensa de las nuevas fronteras, lo que incrementó la circulación monetaria, las oportunidades de trabajo y los intercambios con los territorios vecinos, al tiempo que el reino mantenía su propio sistema de impuestos y aduanas.

En defintiva, la fuerza militar jugó un papel indiscutible en el proceso de anexión, pero no fue el único factor, y tal vez no fue el más decisivo. La integración de Navarra en Castilla como entidad política diferenciada se hizo de una manera convulsa pero con muchas menos dificultades de las previsibles. Navarra no conservó todos los atributos de un estado independiente, pero si los que resultaban importantes para su propio desarrollo interno. La prueba es que, tras las débiles intentonas de los Albret en el siglo XVI, nadie pondrá en tela de juicio el nuevo estatus desde el interior del Viejo Reino. En cambio, el país mantendrá una sociología y hasta una trayectoria política distinta a la de Castilla, como también lo hicieron las otras provincias forales. Una distinción que rompe con la actual tendencia a observar el papel histórico de las naciones a través exclusivamente del prisma de la independencia y la soberanía.

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